Nosotros, los que vivimos lejos de casa, andamos con los pies un poco livianos, un poco desasidos de la tierra y con añoranzas a cuestas. Recelosos del desarraigo capitulamos, sin embargo, ante ese primer exilio que nos marcó como humanos:
Exiliados de la condición de buenos salvajes, somos sujetos del lenguaje con el que necesariamente transitamos por el mundo: enloquecidos por los pensamientos (palabras apresadas); enfermos de amor (palabras encarnadas); épicos, poéticos (palabras metafóricas); mal entendidos (palabras cruzadas); buscando las palabras (balbuceantes palabras) para decir lo imposible; conectados (palabras virtuales); nombrados (palabras bautismales); casados, jubilados, graduados (palabras rituales); reincidentes, recurrentes (palabras-síntoma); hablados y hablantes.
En el autismo este exilio es más radical. El autista, metido también en esta sopa de lenguaje en que nos bañamos a diario, se encuentra solo con su lengua privada que muchas veces no le sirve para hacer lazo con los demás. Y muchas veces, también, se encuentra inerme ante las palabras de los otros que para él son presencia avasalladora, ruido.
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Fragmento de un texto publicado en la revista cultural Raíces al aire, en junio de 2017
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