El lenguaje vuelve habitable el mundo
(O. Paz)
Las familias funcionan con la palabra: transmiten a sus niños maneras de hacer y de aprender, modos de hablar, cuidados, interpretaciones y explicaciones, una noción de sí mismos y de lo que representan para los demás. Idealmente, instituyen una estructura simbólica que ordena para ellos lugares y funciones e introduce una cierta medida de regulación y tranquilidad:
1. Los lugares, las funciones. Palabras para hacerse un lugar dentro de la propia familia y del mundo, sabiendo qué se espera de ellos y qué de los adultos responsables. Para poder encontrarse con los demás y participar en su entorno con curiosidad y sin demasiadas dificultades.
Una viñeta: en una reunión, un niño pequeño juega con el ordenador que hace de equipo de audio, interrumpiendo continuamente la música y poniendo al aparato en riesgo de caer de la mesa. Su padre lo mira y no hace nada, hasta que alguno de los presentes le pide intervenir con su hijo. Responde: “¿Pero qué le puedo decir?” La particularidad de esta respuesta debe menos a la ausencia de un acto de nominación que apunte a un “no” -eso no, ahora no, no en este lugar, no este objeto- que a la perplejidad del padre.
En ocasiones las madres y los padres acompañan a sus hijos con una palabra liviana, que no ‘pone límites’. Es decir, que no dibuja un contorno para su mundo, ni les señala los confines de sus actos y de su responsabilidad, ni acota su lugar en el discurso familiar. Una palabra que en vez de tranquilizar, angustia, porque compete al niño hacerse cargo de regular su cuerpo, sus actos y sus afectos, y de encontrar los medios para construir la pregunta: “¿Qué quieren [mis padres, los adultos, los otros niños] de mí?”
2. Los cuerpos. Palabras para unos niños que se encuentren cómodos dentro de las rutinas y los eventos del día a día. Para unos cuerpos que duermen, se alimentan, se agitan y se calman y que poco a poco adquieren destrezas nuevas.
Pensando a la familia en función de las palabras que en ella circulan o que en ella se callan, interesan por un lado, el relato que cada quien hace de sus orígenes y las leyendas familiares: “Mi madre, que era una Santa …” , “Cuando los abuelos llegaron esta ciudad, traían sólo una maleta y una dirección anotada en un papelito …”.
Y por otro lado, los decires que ordenan la cotidianidad y encauzan al cuerpo y sus agitaciones: “En esta casa se come a la una en punto”, “No le pegues a tu hermano”.
3. Los adultos. Palabras para regular a los adultos. Para que los niños no tengan el lugar incómodo del que lo es todo para el adulto, ni del que está a la merced de sus caprichos. Arraigados en una historia, unas tradiciones y un saber-hacer, a sabiendas de que eventualmente tendrán que desapegarse un poco de todo esto para encontrarse con lo que tienen de singular; para interesarse por otros saberes.
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